Archivo familiar en La Laguna

Carmela Fernández del Castillo y Álvarez

Las recetas de María del Carmen Basilisa de la Caridad Fernández del Castillo y Álvarez, Carmela, endulzaron penas y alimentaron a una familia que conserva con mimo su legado en forma de recetarios manuscritos. Entre ellas las míticas yemas de papas negras y las tortas de chicharrones, los rosquetes de Guía o los quesos de almendra. Sus nietas recuerdan su tarta Moka y el licor de huevo.

SIGLO XX

Repostería y Recetas de cocina

Autoría

Fecha de inicio

Tipo

Descripción física

Ubicación

Localización

Contenido

Curiosidades

Índice de recetas

María del Carmen Basilia de la Caridad Fernández del Castillo y Álvarez, Carmela (1896-1985)
Principios del siglo XX
Manuscrito.
Son 3 cuadernos de tapas duras.
Santa Cruz de Tenerife.
Archivo de la familia Fernández del Castillo.
Numerosas recetas.
Llama la atención el uso de vocablos en inglés.

—contra las adversidades, cocina y repostería

La vida de nuestra abuela Carmela*

María del Carmen Basilisa de la Caridad Fernández del Castillo y Álvarez (1896-1985) —la abuela Carmela, como la llaman sus nietas autoras de esta biografía—, nació un dieciséis de abril en La Caridad, en el municipio tinerfeño de Tacoronte en el seno de una familia acomodada de la zona. Sus padres fueron José Fernández del Castillo Hernández-Abad (1841-1900) y Petra Álvarez Pérez, ambos naturales también de Tacoronte.
Era la cuarta hija y al nacer venía acompañada de una hermana gemela o melliza, Lucilla Anastasia, quien falleció aún siendo un bebé, el 1 de febrero de 1897 a consecuencia de una enfermedad contagiosa que ambas contrajeron y que dejó ciega a María del Carmen hasta los dos años.
En 1900, otra calamidad se ceba con la familia. Su padre, que en ese momento ostentaba el cargo de alcalde de Tacoronte, fallece cuando ella apenas contaba con apenas cuatro años. Su madre asume el papel de cabeza de familia encargándose de la gestión de las propiedades y de su producción agrícola.

En el entorno de La Caridad creció rodeada de sus hermanas Maruca (1888-) y Hortensia (1890-1972) y de su hermano José (1893-1914) quien falleció muy joven, ahogado en el Ourthe, un afluente del rio Mosa en la localidad de Tilff mientras se encontraba estudiando en Lieja becado por la Junta de Ampliación de Estudios, presidida por Santiago Ramon y Cajal. El único varón, en quien se habrían depositado todos los recursos económicos posibles, las dejaba solas, abocadas a afrontar una nueva pérdida para nada prevista.
Pese a las adversidades, Maria del Carmen creció en la campiña tacorontera, disfrutando de un entorno rural que le apasionaba y que sin duda dejó una impronta imborrable en sus gustos y en su carácter. Desde joven mostró mucho interés por los oficios del campo, especialmente por la agricultura, querencia que tuvo hasta los últimos días de su existencia.
Fruto de amor por el entorno, por los paisajes y por sus gentes, escribió un pequeño libro de Recuerdos de otros tiempos en el que recrea muchas anécdotas que le ocurrieron a lo largo de su vida con los campesinos y campesinas de Tacoronte. Estampas costumbristas que reflejan la particular personalidad de las gentes de su querido terruño.
También, con su letra tortuosa de una niña siempre con problemas de visión desde los dos años, dejó varios recetarios de cocina pues ella tanto sola, como ayudada por la servidumbre en sus mejores tiempos, siempre disfrutó de la cocina. Sobre esta faceta de su vida escribe su hijo Alfonso García-Ramos en sus memorias líricas e inconclusas Cuando la yerba era verde:

 

Palomas y gaviotas (casa de la calle San Francisco de Asis en Santa Cruz):

[…] Sus escenarios preferidos eran las cocinas, la del piso alto y, especialmente, la del bajo. Estas dos cocinas de la casa de Santa Cruz venían a ser como la más clara expresión del difícil equilibrio entre lo urbano y lo rural que siempre mantuvo la familia. La de arriba con mosaicos blancos y una cocina grande de petróleo esmaltada en igual color servía para los trabajos ordinarios, y también para la fina
confitería. La de abajo era otra cosa, cocina de leña o carbón, enladrillada de rojo, se utilizaba para tostar café y asar castañas, para ahumar los jamones caseros o poner a secar los chorizos. Sus días de gloria coincidían con las matanzas de cochinos en las fincas; un colmenar de criadas y medianeras que, bajo la la madre, abeja reina, se afanaba en obtener una manteca como la nieve, en apretar la pasta de las morcillas o de los chorizos en el interior de las tripas, en modelar un queso con el menudillo de la cabeza, y hasta en pasar una plancha hirviente sobre el azúcar derretida en torno a los cuartos traseros del rollizo animal. Entonces Pichichi se olvidaba de sus travesuras y con el rabo tieso, aleta de tiburón y maullidos impacientes, se hacía servir como buen gourmet, un poco de cada plato. A mí no me gustaba aquella carnicería que hería la sensibilidad infantil como tampoco la visión de los cabritos descuerados y con los ojos saltones. Entonces me acordaba como nunca de una vecinita poco mayor que yo pero más espigada y responsable… ¡Juanela! ¡Quiero ir con Juanela! Colgado de su mano el corto paseo por el barrio que terminaba frecuentemente en las inmediaciones del Mercado para ver pasar los tranvías. […]

Buscando en el limo (Casa de la calle del Calvario en Tacoronte):

[…] Los racimos, las vendimias, los mostos: días rituales, la madre marcando con la tijera los racimos más maduros, las mujeres llenando con cuidados los cestos de mano, que luego los hombres sacudían con energía en los grandes canastos que pronto rezumaban el licor untuoso. Por esos días se abría la casa grande y almorzaban en el comedor los dueños, medianeros, amigos y criados. Todos en torno a una tosca y larga mesa vestida con un mantel a rayas rojas. Al centro de ellan dos lebrillos, uno con pescado salado y mojo rojo, y otro con gofio amasado. Cada uno cogía su papa la pelaba, la mojaba en el picante condimento al tiempo que con el tenedor o cuchillo se llevaba un trozo de condute. Y con esto y poco más, higos pasados, queso blanco y uvas a todo pasto, concluía la comida de aquellas gentes de campo para quienes parece que fue inventada la palabra austeridad. […] La casa del noble portalón de piedra de la orgullosa puerta labrada por uno de los mejores ebanistas de las islas, el mosaico levantino de San Juan Bautista de esmaltes tan limpios y translúcidos que parecen que les han pasado una esponja mojada, las ocho ventanas al exterior, a la Calle del Calvario, y las otras tantas abiertas al huerto circundante, las paredes color teja, dio en declinar inexorablemente. Ni siquiera tuvo tiempo para contarnos su antigua condición de Museo Antropológico que guardaba una momia de una aparente juventud y belleza tales, que el pueblo no sólo le dio el nombre de princesa, sino que no se asombró de que muchos mozos se enamoraran de ella y hasta algunos murieran de amor. Tampoco dijo nada de sus tiempos de escuela de dibujo y música, bulliciosa y alegre en compañía de los niños. Terminados los veraneos en ella, aún se abría algún día para las vendimias, para la procesión del Viernes Santo, para la fiesta de Santa Catalina. Un día entraron los albañiles, se llevaron la noble escalera y construyeron tabiques divisorios, escalinatas irregulares, cuartos de baño y cocinas a todo pasto hasta convertirla en Cuartel de la Guardia Civil. Al cabo de los años volvió la casa a la familia pero ya como caserón con aires de ciudadela que pronto fue a la ruina. […]

*La autoría de este texto y la recopilación de las recetas es de Ana y Liti, dos de sus nietas.

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